En Occidente siempre ha sido -y es- pequeño el número de quienes son capaces de ejercer públicamente el oficio de «grandes viejos sabios»; personas de las cuales se espera una palabra sensata y esclare-cedora en los grandes debates políticos y morales; hombres cuya voz se escucha como la más prudente, pues viene avalada por toda una vida en la que han ido alcanzando, con tanteos y esfuerzos, eso tan improbable que se llama «sabiduría». Hasta hace muy poco tiempo Hans Joñas desempeñó con energía y elocuencia esa comprometida función. Cuando falleció, el 5 de febrero de 1993, pareció extinguirse una voz, una conciencia siempre alerta y preocupada por el porvenir del mundo. Mas si esas personas han dejado como legado suyo libros en los que continúa resonando su voz, los sobrevivientes pueden seguir escuchando, sin duda por mucho tiempo, indicaciones y advertencias que harán bien en tener en cuenta. Es el caso de la obra que aquí se publica.
Hans Joñas nació en 1903 en Mónchengladbach (Alemania). Era de familia y confesión judias, circunstancia esta que tuvo importantes consecuencias en su peripecia vital. En este libro tan denso, tan intrincado en ocasiones, cuando trata delicados problemas de ética, hay un emocionado recuerdo para su padre. Dice así: «Mi padre, que era el mayor de nueve hermanos, tuvo que ocupar tempranamente el puesto del cabeza de familia -como sucedía por aquel entonces en las familias judías- antes incluso de haber terminado el bachillerato (pese a haber sido un excelente alumno). Hubo de conseguir una dote para sus hermanas y tuvo que proporcionar a sus hermanos los estudios universitarios con que él había soñado. La aflicción producida por este sacrificio que el deber le impuso lo acompañó durante toda su diligente y próspera vida de fabricante (en este caso, además, sin buscar refugio en aficiones favoritas ex-traprofesionaJes, excepto la más excelente: ver cumplido su sueño en su hijo). Si la vida de sus hermanos que pudieron estudiar en la universidad fue más rica que la suya, no lo sé; pero sí sé que no fue más moral (pp. 328-329)».
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