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Addie tenía los guantes manchados de sudor y polvo rojizo. Y no eran solo los guantes. Bajó la vista y esgrimió una mueca de desagrado al ver su traje, otrora de color perla, gris y aherrumbrado ahora por el humo y el polvo. Incluso con la poca luz que lograba filtrarse a través de las tupidas mosquiteras de las ventanas, era evidente que los daños que había sufrido el tejido eran irreparables. El atuendo de viaje que tan elegante parecía en Londres había sido al final una mala elección para el trayecto desde Mombasa. Se sentía estúpida. ¿En qué estaría pensando? Aquel vestido le había costado más que el sueldo de todo un mes, una extravagancia imperdonable en un momento en que su guardarropa se decantaba más por lo sensato que por lo chic. Le había llevado una tarde entera de exploración por Oxford Street, de entrar en una tienda tras otra, y después de considerar algunos vestidos demasiado normales, otros demasiado caros, se había decidido por este, un poco por encima de lo que se podía permitir. Si se miraba de forma adecuada, parecía más un vestido de alta costura que uno apropiado para una prima pobre.
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